LA TEOLOGÍA DEL ESPÍRITU ENTRE ORIENTE Y OCCIDENTE
Prof. Bruno Forte
Es el Nuevo Testamento a presentar el Espíritu al
mismo modo de Aquél que “abre” al divino, porque hace posible la dolorosa
entrega de la Cruz, en la que Dios se hace solidario con quienes no están sin
Dios (cf. Jn 19,30), y Aquél que “unifica” lo separado y dividido, porque en la
hora pascual reúne el Padre al Hijo y, en el Hijo, a los pecadores
reconciliados en la sangre del Crucifijo (Cf. Rom 1,4; Ef 2, 13 y ss). Es a
esta doble actividad del Consolador, a la que se inspiran respectivamente las
reflexiones sobre el Espíritu Santo, que caracterizan la tradición occidental y
oriental de la fe.
La teología occidental hace evidente la función del
vínculo personal de unidad, que el Espíritu ejercita entre el Padre y el Hijo:
parte de la preocupación por testimoniar la misteriosa unidad del Dios
cristiano, frente a la fascinación de la idea griega del Uno. Ésta idea escruta
en la economía de la revelación las profundidades inmanentes de la acción de
reconciliación y de paz, que el Paraclito cumple en el evento del resurgimiento
del Crucifijo y en su efusión en cada carne con el fin de reconciliar a los
pecadores con Dios. El Espíritu Santo es comprendido en las profundidades
divinas como el amor donado por el Amante y acogido por el Amado, diferente del
Padre, porque recibido por el Hijo, diferente del Hijo, porque donado por el
Padre, unido a ellos porque amor donado y recibido en la unidad del proceso del
amor eterno: "El Espíritu es, entonces, una cierta e inefable comunión del
Padre y del Hijo"[1].
Vinculum
caritatis aeternae, vínculo del amor eterno, el
Espíritu es, al mismo tiempo, Aquél que une el Amante y el Amado y Aquél que en
relación a estos, se distingue en su particularidad personal: "Sea él, en
efecto, la unidad del uno y del otro, o su santidad o su amor, sea su unidad
porque es su amor y sea su amor porque es su santidad, es claro que no es uno
de los dos aquél en el que el uno y el otro están reunidos, y el generado es
amado por quien genera y ama aquél que lo genera"[2]. Es en esta luz que brota
la idea de la procesión del espíritu del Padre y del Hijo
("Filioque"), éste Su derivar del diálogo eterno y de su amor, de su
estar cara a cara, ya que es reciprocidad en el don, gratuidad y gratitud,
fuente y hospitalidad recíproca.
En cambio, la teología de oriente evidencia la función
de apertura que el Espíritu ejercita en la relación entre el Padre y el Hijo:
él es en persona el don del amor, el éxtasis del Amante y del Amado, su salir de
sí para donarse al otro en la eternidad y en el tiempo. Partiendo del
testimonio bíblico según el cual todos los éxodos de Dios, se han cumplido por
si mismos en la historia de los hombre y se cumplirán en el Espíritu. La
contemplación teológica del Oriente ve el Espíritu que procede del Padre, que
surge de toda la divinidad, a través del Hijo, por medio y más allá de Él,
según el orden demostrado por la economía de la salvación: aunque una procesión
del Hijo parece al Oriente, comprometer la "monarquía" del Padre, el
principio absoluto del Silencio divino.
Por lo tanto, es el Padre quien derrama el Espíritu en
el Generado, que a su vez - lo entrega a Aquél que lo abandona a la hora de la
Cruz y recibe por Él en la plenitud de la Pascua - lo dona a cada carne. La
idea que el Consolador sea el éxtasis y el don de Dios, está expresado por los
Padres griegos con la expresión frecuente: "Del Padre, por el Hijo, en el
Espíritu". En este sentido, el Espíritu aparece como la sobreabundancia
del amor divino, la plenitud desbordante, lo excedente, generoso y gratuito de
la comunión radiante: Espíritu creador, don del Altísimo, fuente y fuego
contagiado de vida (cf. himno occidental Veni
Creator). El Espíritu es el "éxtasis" de Dios hacia su
"otro": la criatura. Se podría decir que el Espíritu realiza en Dios
la condición del amor, su libertad por la posesión y celos: "el Amor no es
mirar en los ojos, sino mirar juntos hacia la misma meta" (Antoine de
Saint-Exupéry). La "sobrecama" del amor del Padre y del Hijo (Riccardo
di San Vittore), el "tercero" el encuentro de su recíproco darse y
acogerse, es justamente con su distinción y consistencia personal, otra prueba
que el amor eterno no cierra al Amante y al Amado en el círculo de su mutuo
intercambio, sino que los hace encontrar en una fecundidad que los trasciende.
El Espíritu, comunicándose a la Iglesia y corazón de los creyentes, les abre al
don de si y a la esperanza tendida hacia el cumplimiento de las promesas de
Dios: es Espíritu de la esperanza que no defrauda y amor que anticipa la
eternidad en el tiempo.
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