terça-feira, 1 de março de 2016

EL DON DEL TEMOR DEL SEÑOR

EL DON DEL TEMOR DEL SEÑOR


Prof. Dr. Gerhard-Ludwig Müller, Mónaco

Timor Domini – initium sapientiae (Vs 1,7; Ps 110, 10).
Estas palabras de la Biblia nos sugieren que el temor del Señor y el reconocimiento de Su soberanía y omnipotencia, son para el hombre el inicio de si mismo. El hombre debe aprender a juzgarse correctamente respecto a Dios. Si sabe reflexionar sobre su propia contingencia y muerte, entonces será protegido de la soberbia que siempre precede a la derrota. La angustia y el miedo que golpean el hombre, cuando él reflexiona sobre la futilidad desde el principio hasta el final de su existencia, se transforma en temor y respeto del Señor, colmados de maravilla y admiración. Nada te puede atemorizar, dice Santa Teresa de Ávila, porque quien sigue a Dios tiene todo. Porque el amor de Dios está presente en Jesucristo y, por lo tanto, ni la muerte ni el mal podrán nunca más dañar el hombre (Rom 8, 39).
Delante de Dios, su Creador y Redentor, el hombre pierde todo temor y miedo servil (timor servilis) y alcanza el jubiloso conocimiento de la soberanía de Dios (timor Dei filialis) que es un océano de amor ( Juan de Damasco).
Es el mismo espíritu que ha sido vuelto a versar en nuestros corazones y que nos hace decir a Dios ¡Abba!, ¡Papá! (Gal 4, 4-6; Rom 8, 15) que, además, en los siete dones del espíritu, incluye también el don del temor del Señor (Is 11, 2).
El temor del Señor permite conservar la relación justa entre la distancia y cercanía de las criaturas a Dios. Dios no es ni una omnipotencia privada de amor - causa de temor y terror -, ni un amor que quiere anular la diferencia entre el creador y la criatura. Solo así el hombre puede ser preservado de la experiencia de la total futilidad delante de un Dios arbitrario y, también contemporáneamente, del querer concentrar la atención de Dios hacia los propios fines y objetivos egoístas. Con el don espiritual del temor del Señor en el corazón, el discípulo comprende las palabras de Jesús, cuando lava los pies a sus discípulos en la sala del Cenáculo: "Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy" (Jn 13, 14). De este modo, iniciamos a comprender el amor de Dios, "Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien crea en él, no se pierda sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Por esto, nosotros no somos más subalternos o esclavos de la culpa, sino amigos de Cristo y herederos de la vida eterna.


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