El don del
“consejo”: Prof. Alfonso Carrasco Rouco, Madrid
Los dones del Espíritu Santo son como disposiciones por las que el
cristiano es hecho capaz de moverse bajo la inspiración, el impulso y la
dirección del Espíritu[1].
Con ellos llega a su forma propia y necesaria el sujeto moral, no sólo porque
los dones perfeccionan sus diferentes virtudes, sino porque, penetrando en lo
profundo de la persona, la disponen a acoger un movimiento hacia su fin último
que no puede generar desde sí misma, que supera sus virtudes morales y
teologales –aún perfeccionadas por la gracia–, que puede ser originado sólo por
la moción superior del Espíritu[2].
Todo fiel cristiano recibe pues los dones del Espíritu, que los otorga para
siempre[3],
siendo condición única la de estar en gracia. De esta manera, el hombre es
conducido a su perfección posible ya in
via, en la vida cotidiana, y, luego, a su perfección in patria.
Ahora bien, Dios mueve a cada uno según su modo propio de ser, y
al hombre como criatura racional y libre. En cuanto tal, le es propio actuar
buscando la comprensión racional de lo que ha de hacer; a esto se llama
tradicionalmente consejo, con el que el hombre dirige sus acciones hacia su
fin.
El don del consejo perfecciona pues lo que sería la virtud moral
de la prudencia, la cual guía al hombre dándole consejo en la medida en que la
razón puede comprender las cosas. En efecto, la razón humana no es capaz de
abarcar la singularidad y contingencia de los seres y los acontecimientos;
necesita, por tanto, ser dirigida por el consejo de Dios, acoger su consejo,
como quien acepta el de alguien más sabio, pues Él conoce todas las cosas.
Los dones del Espíritu presuponen que el hombre esté unido
libremente a Dios, su fin verdadero, por
las virtudes teologales, que son como sus raíces[4].
En tal caso, con el don del consejo, la razón es instruida por el Espíritu
Santo en lo que ha de hacer, la prudencia es llevada a su máxima perfección, y
las acciones son encaminadas al fin de la vida eterna, movidas y guiadas por el
Amor del Espíritu.
El hombre puede afrontar así todas las cosas con certeza y
creatividad, superando la ansiedad y la duda propias de la razón en este mundo,
en el que no puede comprender como querría todo lo contingente, y recibiendo un
criterio de juicio y una medida nuevas, que superan el de la prudencia aún
heroica.
Si la razón humana busca ya naturalmente consejo en aquellos que
son más sabios, el don del Espíritu, poniendo en movimiento de modo particular
al creyente en las circunstancias históricas concretas, no sólo lo capacita
para dirigirse a sí mismo de modo particularmente libre[5],
sino que lo convierte en medio del mundo en testigo de la vida según el
Espíritu, lo hace capaz de mover también a otros: mens humana ex hoc ipso quod dirigitur a
Spiritu Sancto, fit potens dirigere se et alios[6].
El don del consejo, por otra parte, se caracteriza de modo
particular por su vinculación con la misericordia, cuya utilidad máxima para
que el hombre pueda ordenar sus actos hacia el fin verdadero, no es percibida
sin la ayuda del Espíritu. Con su Consejo, sin embargo, descubre el hombre
hasta qué punto es el único remedio[7]
para su camino en las circunstancias concretas del mundo y de la historia.
Se asocia por ello tradicionalmente el don del consejo con la bienaventuranza
de la misericordia.
[1] Cf. S. Pinckaers, Les sources de la morale chrétienne,
Fribourg-Paris 1985, 184-186
[2] Véase Sto. Tomás de Aquino,
Summa Theologiae I-II, q. 68, a.2 ;
cf. U. Horst, Die Gaben des Heiligen Geistes nach Thomas von Aquin, Berlin 2001, 71-92
[3] Cf. Sto. Tomás de Aquino,
Super Evangelium S. Ioannis lectura,
c. 14, lect. 4, nº 1914 (Torino-Roma, 1952, 359)
[4] Sto. Tomás de Aquino,
STh I-II, q. 68, a.4, ad3
[5] Cf. Jn 3, 8
[6] Sto. Tomás de Aquino,
STh II-II, q. 52, a.2, ad3
[7] S. Agustín, De
sermone Domini in monte, c. 4; cit. en S Th II-II q. 52, a. 4, sed contra
Nenhum comentário:
Postar um comentário