La
Fortaleza, don del Espíritu Santo
P. Michael F. Hull, New York
P. Michael F. Hull, New York
Los
dones del Espíritu Santo completan y perfeccionan las virtudes naturales, en
especial las cuatro virtudes cardinales, es decir, la Prudencia, la Justicia,
la Fortaleza y la Temperancia. En la medida en que la gracia obra sobre la
naturaleza y la perfecciona, el don de Fortaleza refuerza la virtud de la
Fortaleza, confiriéndonos así la fuerza de cumplir con la voluntad de Dios en
todo. Los documentos del Concilio Vaticano II no dedican mucha atención a la
Fortaleza, virtud y don, en sí, porque, en ambos casos, la consideran como
constitutiva de otras virtudes y dones. Es lo que se observa, por ejemplo, en Gaudium et spes (nos. 62 y 75), Perfectae caritatis (n° 5) y Apostolicam actuositatem (n° 17). El don
de Fortaleza del Espíritu Santo es evidente en las palabras de san Pablo:
«Corro hacia la meta, al premio a que Dios me llama desde lo alte en Cristo
Jesús» (Fil 3,14).
Santo
Tomás de Aquino, en la Summa Theologiae,
se refiere con frecuencia a la Fortaleza, en primer lugar, como virtud moral
(II-II, q. 123), luego como don del Espíritu Santo (II-II, q. 139). Cuando la
examina como virtud moral, Tomás sigue la Etica
Nicomachea de Aristóteles, pero cuando la observa como virtud cardinal, va
más allá de Aristóteles, pues considera que la Fortaleza puede garantizar la
estabilidad general de todas las virtudes. Si las virtudes deben ser tales para
ser practicadas en una vida mortal, toda virtud debe obrar con la estabilidad
que sólo la virtud de Fortaleza puede garantizar. La Fortaleza es, pues, la
virtud principal para algunas virtudes secundarias como la magnanimidad, la
magnificencia, la paciencia y la perseverancia.
Santo
Tomás considera, remitiendo a Isaías 11,2, que, siendo un don del Espíritu
Santo, la Fortaleza es una virtud sobrenatural. Si la recompensa de la vida
eterna y el fin de todas nuestras buenas acciones es la liberación de todos
nuestros temores, vemos que se el don de Fortaleza el que nos infunde la
confianza necesaria para resistir a todos los adversarios. Dicha confianza se
basa evidentemente en la virtud de la Fortaleza, aunque la supere, puesto que
alcanzar la meta de nuestros esfuerzos o evitar las trampas a las que estamos
expuestos después de haberla alcanzado, no depende sólo de nosotros. Tomás
retoma las reflexiones de san Agustín (De
Serm. Dom. in Monte, 1) y observa la correspondencia entre el don de
Fortaleza y la cuarta bienaventuranza: «Bienaventurados los que tienen hambre y
sed de justicia» (Mt 5, 6).
Junto
con el don de Consejo, el de Fortaleza es la gracia de perseverar resueltamente
en la búsqueda de la santidad y el cielo. El Papa Juan Pablo II observava el 14 de mayo de 1989, antes del rezo
del Regina Coeli: «Quizás nunca más
que hoy, la virtud moral de la Fortaleza
necesita ser sostenida por el homónimo
don del Espíritu Santo. El don de Fortaleza es un impulso sobrenatural que
confiere vigor al alma, no sólo en momentos dramáticos, como el del martirio,
sino también en las condiciones habituales de dificultad: en la lucha por
mantenerse fieles a los principios; en la soportación de las ofensas y los
ataques injustos; en la perseverancia valiente, aun en medio de incomprensiones
y dificultades, en el camino de la verdad y la honestidad». La Fortaleza, don del
Espíritu Santo, no elimina las vicisitudes de la vida ni anula los esfuerzos
del Maligno, pero nos permite compartir la intuición de san Pablo y ser fieles
a ella: «Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las
necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues,
cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Co 12,10).
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