Prof. Cajiao, Bogotà - EL ESPÍRITU SANTO Y EL TIEMPO DE LA IGLESIA
Mi propósito es
comentar los números 25 al 38 de la Encíclica Dominum et vivificantem. Esta exposición se detendrá en dos
aspectos, el primero comprende los números 25 y 26 de la primera parte El Espíritu del Padre y del Hijo dado a la
Iglesia, en su último número: “7. El Espíritu Santo y la era de la
Iglesia”. Luego pasaremos a la segunda parte de la Encíclica en sus números 27
al 38 El Espíritu que convence al mundo
en lo referente al pecado.
Apoyándose en el
número 4 de la Constitución Lumen
Gentium, el Santo Padre nos recuerda que terminada por el Hijo la obra que
el Padre le encomendó, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a
fin de santificar indefinidamente a la Iglesia. En efecto, lo que sucedía el
día mismo de la resurrección del Señor en el Cenáculo donde Cristo resucitado
soplando sobre los apóstoles les entrega su Espíritu para la reconciliación de
los hombres, va a suceder abierta y públicamente el día de la cincuentena
pascual cuando los apóstoles van a testimoniar, por el poder del Espíritu, que
Cristo ha sido constituido en Señor y Mesías.
La era de la Iglesia se inició con la bajada del
Espíritu Santo sobre los apóstoles, que reunidos, con la Madre del Señor, van a
constatar que las promesas de Jesús en la última cena se están cumpliendo a
partir de este momento con la entrega del otro Paráclito, el Espíritu de la
verdad, que se convertirá en el guía invisible de la naciente Iglesia como lo
hace constatar reiteradamente los Hechos de los Apóstoles. Esta idoneidad que
les comunicó el Espíritu para la misión va a continuar vigente a lo largo de
los siglos con la Iglesia, puesto que los apóstoles la comunicaron a sus
colaboradores mediante la imposición de su manos y luego aquellos Obispos la
han seguido comunicando a los ministros sagrados, o a los fieles mediante el
sacramento de la Confirmación.
Este perdurar del
Espíritu Santo en la Iglesia se ha manifestado de un modo peculiar al finalizar
el segundo milenio de la era cristiana precisamente mediante el Concilio
Vaticano II ratificando la presencia en ella del Paráclito. Este Concilio lo ha
hecho presente en una época particularmente difícil, de aquí la importancia de
discernir los frutos salvíficos del Espíritu otorgados mediante el Vaticano II
para no permitir que el mal espíritu, “príncipe de este mundo”, los pueda
distorsionar en el intento de la Iglesia de ponerse al servicio abierto y
sincero de todos los hombres pues bien sabe ella que sólo Dios puede ser la
respuesta a las aspiraciones más profundas del corazón humano.
Pasando a la segunda
parte, nos encontramos con el numeral “1. Pecado, justicia y juicio” (Nos.
27-29) en donde su Santidad nos dice que durante el discurso de despedida de
Jesús en la última cena, al prometer al Consolador que vendrá en su nombre,
indicaba la función que este iba a desarrollar: “convencerá al mundo en lo
referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio”
(Jn 16,7s.), éstas serán otras de las funciones de aquel Espíritu que enseñará,
recordará, testificará y guiará hasta la verdad completa a la comunidad
eclesial. Tal ejercicio del Espíritu va ha estar ligado y condicionado a la
partida de Jesús por la Cruz y vinculará las dos acciones cuando dijo: “El
convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y
en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, por que no creen en mí;
en lo referente a la justicia, porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo
referente al juicio, por que el Príncipe de este mundo está juzgado”. (Jn.
16,8-11)
Pero nos iluminará
Juan Pablo II con su magisterio diciéndonos que la elaboración del juicio
condenatorio por parte del Espíritu no será precisamente en contra del hombre,
ya que el Hijo del hombre no vino a condenar sino a buscar al que estaba
perdido, el juicio se pronuncia contra Satanás, el cual desde el inicio explota
la obra de la creación contra la salvación y la alianza de amor del hombre con
Dios. Así pues “El Espíritu Santo, al mostrar en el marco de la Cruz de Cristo el pecado en la economía de la salvación
(podría decirse ‘el pecado salvado’), hace comprender que su misión es la de
‘convencer’ también en lo referente al pecado que ya ha sido juzgado
definitivamente (‘el pecado condenado’).
Es necesario
comprender que el convencer del Espíritu sobre el pecado del mundo va en la
línea del rechazo que se hizo del Señor Jesús al llevarlo a la Cruz, pero al
mismo tiempo es necesario darle una proyección amplia ya que cada pecado, realizado
en cualquier lugar y momento, está haciendo referencia a la Cruz de Cristo y
por tanto indirectamente a aquellos que no han creído en Él.
Afrontemos ahora el
punto “2. El testimonio del día de Pentecostés”. En efecto es en este día en
donde Pedro proclamando la realización de la redención por la Cruz de Cristo y
la constitución del mismo en señorío, por el poder de Dios, traspasa el corazón
de los oyentes y estos preguntan “qué debemos hacer”, a lo que Pedro responde:
“Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de
Jesucristo, para la remisión de vuestros
pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,37s). Nos dice Juan
Pablo II concluyendo este numeral 2 que “El hombre tampoco conoce absolutamente
esta dimensión del pecado fuera de la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser
‘convencido’ de ella sino es por el
Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios.”
Llegando al numeral
“3. El testimonio del principio: la realidad originaria del pecado” a la cual se
remonta la explicación del Obispo de Roma, por cuanto ve que la incredulidad en
el Verbo esta como en transunto encerrada en la primigenia desobediencia del
hombre, por cuanto el pecado original no es otra cosa que negarse a creer en el
amor de aquel que le ha llamado a la existencia y a ser su interlocutor
personal, pero invitándolo al reconocimiento de su creaturalidad y límite,
cuando le formula la prohibición de comer del “árbol de la ciencia del bien y
del mal”, en donde se indica que solamente “Dios creador es, en efecto, la
fuente única del orden moral en el mundo creado por él. El hombre no puede
decidir por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede ‘conocer el bien y el mal
como dioses’.” (No. 36). Sin embargo el Padre de la mentira es capaz de inducir
al hombre para ver en Dios como su oponente, colocándolo en estado de sospecha
y de acusación como alguien que no quisiera compartir su esencia divina, cuando
precisamente toda la revelación nos dirá que si algo quiere Dios es que el
hombre, su hijo, participe de la única y verdadera posibilidad de ser Dios en
su Hijo Jesucristo y mediante el don de su Espíritu Santo.
EL ESPÍRITU SANTO “MAS ÍNTIMO DE MI INTIMIDAD”
COMO PRINCIPIO DE TODA ACCIÓN SALVÍFICA EN EL MUNDO
Continuando con
nuestro comentario, lo haremos ahora del No. 54 que se encuentra en la tercera
parte de la Encíclica: El Espíritu que da
la vida y dentro del numeral “2. Motivo del Jubileo: se ha manifestado la
gracia”.
En el número 10 de
la Encíclica Juan Pablo II nos dice: “Dios, en su vida íntima, es ‘amor’, amor
esencial, común a las tres personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal
como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto ‘sondea hasta las profundidades
de Dios’ (1 Cor 2,10), como Amor-don
increado.”. Al presentarnos el número 54 nos dice que Jesús en el diálogo
sostenido con la Samaritana y una vez que le ha aclarado que: “ni en este
monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (Jn 4,21) le declara que “Dios es
Espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu
y verdad.” (Jn 4,29).
El Papa ha querido
colocarnos este marco referencial para invitarnos luego en aquel momento, año
1983 a colocarnos en la perspectiva del final de un milenio y la cercanía del
tercero para que se convierta “para todos (en) una ocasión especial para
meditar el misterio de Dios uno y trino, que en sí mismo es completamente trascendente respecto del mundo,
especialmente el mundo visible. En efecto, es Espíritu absoluto: ‘Dios es
espíritu’; y a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está presente en él y, en cierto modo, inmanente, lo penetra todo y vivifica
desde dentro.Esto sirve especialmente para el hombre: Dios está en lo íntimo de
su ser, como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica
ante la cual San Agustín decía: ‘es más íntimo de mi intimidad’.” (No. 54)
Aquel que sondea hasta las profundidades de Dios,
es en efecto el que está presente en lo más recóndito del ser humano sin perder
por lo mismo su absoluta trascendencia. Pero esta reflexión está toda ella
encaminada para recordarnos que tal presencia divina tan íntima y cercana tiene
una finalidad, plasmar para el hombre aquel don de gracia que es Jesucristo
mismo. Por eso nos dice: “El amor de Dios padre, don, gracia infinita,
principio de vida, se ha hecho visible en Cristo, y en su humanidad se ha hecho
‘parte’ del universo, del género humano y de la historia.”, y todo esto ha sido
posible “por obra del Espiritu Santo, que es el principio de toda acción salvífica de Dios en el mundo.”
Fue San Juan
evangelista quien en la conclusión de su prólogo nos dijo “Porque la Ley fue
dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.
A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre,
él lo ha contado.” (Jn 1, 17-18) En efecto por El hemos recibido el don de Dios
y ese don no es otra cosa que la misma vida de Dios que articula la
interioridad de los verdaderos adoradores.
Esto que fuera dicho
por Juan Pablo II en 1983 creo yo que vuelve a ser recogido por él mismo en su
carta apostólica Novo millennio ineunte,
con motivo de la culminación del Gran Jubileo del año 2000 cuando nos recuerda
que concluida con gozo y gratitud para con el Señor tan magna celebración es
necesario “ir mar a dentro”, colocarse en la perspectiva misionera de la
primera Iglesia ya que “Para ello podemos contar con la fuerza del mismo
Espíritu, que fue enviado en pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados
por la esperanza ‘que no defrauda’(Rom 5,5)”.
Pero será necesario
traducir en seguimiento de Jesús tales propósitos. De esta manera nos recuerda
con el título de la III parte de dicha Encíclica que hay que “Caminar desde
Cristo” y que será necesario articular “orientaciones
pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad” ya que “ahora ya
no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor
horizonte de la pastoral ordinaria.” (No. 29) E invitando a que bajo la primera
responsabilidad de los pastores se ejecute, en colaboración con los diversos
sectores del Pueblo de Dios, los derroteros que señalen las etapas del futuro
en un empeño colegial para un renacimiento espiritual.
Señala a
continuación cómo: “En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la
que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad” recordándonos igualmente el valor programático que del
capítulo V de la Constitución dogmática Lumen
Gentium, dedicado a la “vocación universal a la santidad”, fue desarrollado
por los Padres conciliares no simplemente por dar un toque espiritual a la
eclesiología, sino más bien para colocar una dinámica intríseca y determinante
como es la de la vocación a la santidad. Así a continuación dice: “Descubrir a
la Iglesia como “misterio”, es decir, como pueblo “congregado en la unidad del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, llevaba a descubrir también su
“santidad”, entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquel que por
excelencia es el Santo, el “tres veces Santo”. (cfr.
Is 6,3)” (No. 30)
Se pregunta su
Santidad si colocar dicha verdad en el umbral de la planeación pastoral no
llegaría a significar algo poco práctico puesto que: “¿Acaso se puede
“programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un
plan pastoral?” Pero nos recuerda precisamente que colocar una “programación
pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias.
Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera
entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación
de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida
mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial.”
(No. 31)
A continuación el
Papa nos indicará los medios concretos para consolidar el desarrollo de tal
vida interior que ha de obedecer las orientaciones del Maestro interior por
excelencia el Espíritu Santo. El primer medio que expone es el arte de la oración, el diálogo con el
Señor que nos convierte en sus íntimos
para poder seguir su orientación: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn
15,4) y luego nos dice cómo dicha “reciprocidad es el alma de la vida
cristiana” y condición para toda vida pastoral auténtica. Así: “Realizada en
nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo
y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre.” (No. 32)
EL ESPÍRITU QUE DA LA VIDA:
CRISTO CONCEBIDO
DE ESPÍRITU SANTO
El numeral uno, el
de ingreso a esta tercera parte nos hace referencia al momento en que fuera
escrito por su Santidad Juan Pablo II, el año 83, el “Motivo del Jubileo del
año 2000: Cristo que fue concebido por
obra y gracia del Espíritu Santo (Cfr.
Símbolo Niceno, año 325), por tanto nos situábamos en una perspectiva de futuro
en aquel momento, futuro que para nosotros ahora es pasado y que sin embargo
nos seguirá siempre remitiendo a lo que el Santo Padre nos decía en ese numeral
49, que la medida del tiempo, de la “plenitud de los tiempos” para nosotros los
cristianos seguirá siendo siempre Jesucristo: “Aquel que es, que era y que va a
venir” aquél que es “el Alfa y la Omega, el primero y el Ultimo, el Principio y
el Fin.” (Ap 1,8; 22,13)
Por lo tanto se nos
invita a profundizar en ese motivo central de la irrupción del Verbo de Dios en
la historia humana por el adorable misterio de su encarnación que ha acontecido
“por obra del Espíritu Santo”.
La Capillla “La
Madre del Redentor”, cercana a las habitaciones del Santo Padre en el Vaticano
está toda ella recubierta de mosaicos y trata de recoger artísticamente en una verdadera sinopsis la contemplación del misterio de Cristo que asume nuestra
condición humana, lado izquierdo mirando hacia el altar (kénosis) y
contrapuesto al lado derecho que contiene la consumación de dicho misterio
encarnatorio con la exaltación de Cristo y el envío del Espíritu (theosis).
Ahí, contemplando en el símbolo artístico ese venir del Verbo a nuestra
historia me impacto profundamente cómo a través de la imagen se está recogiendo
justamente lo que en la escena de la Anunciación sucedió.
En efecto allí está
la figura del Arcángel Gabriel que extendiendo su mano hacia el oído de María
le “Anuncia”: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado
Hijo de Dios” (Lc 1,34s.) Palabras que en la piedra no se pronuncian pero que
están recogidas presentando a la Virgen en actitud orante y teniendo como fondo
un gran pergamino que la enmarca.
He querido hacer
alusión a esta imagen por que en el numeral 49 que nos ocupa encontramos la
presentación por parte de Juan Pablo II de los textos de Mateo y Lucas
referentes a la concepción virginal de Jesucristo, misterio que fue posible que
se diera por la fuerza y el poder del
Altísimo que acogido por aquella que Isabel declara como “dichosa” por que
ha creído lo que se le ha dicho concibió al Verbo en sus entrañas. De igual
manera Juan Pablo II alude en este número 49 a las dos formulaciones dogmáticas
de los Concilios de Nicea (325) y del I de Constantinopla (381), indicando cómo
en esos símbolos de fe se recoge la consubstancialidad de Jesucristo como Hijo
de Dios, que nos obliga como confesión de fe católica, es decir Juan Pablo nos
insinúa que tal misterio de la Encarnación virginal también nos obliga en
perspectiva católica.
Es en efecto
la fe de la Virgen María la que acoge en su corazón la Palabra de vida y
entregándose al Espíritu se obra el misterio de la Encarnación. San Ireneo de
Lyon contrapuso la figura de Eva y María cuando en su tratado contra las
herejías nos dice: “ Pues de la misma manera que Eva, seducida por las palabras
del diablo, se aportó de Dios, desobedeciendo su mandato, así María fue
evangelizada por las palabras del ángel, para llevar a Dios en su seno, gracias
a la obediencia a su palabra. (Cfr. Libro 5,19 SC 153) Ya habíamos visto,
justamente comentando el No. 36 que es función del Espíritu convencer al hombre
de su pecado en razón de ser el Espíritu de la verdad contrapuesto al Maligno
como padre de la mentira y que ha seducido al hombre para tergiversar la gran
verdad del amor de Dios sobre él, que el Padre del cielo le quiere como su
hijo.
Esto no se
habría hecho posible sino por que “La Palabra se hizo carne” (Jn 1,14) de aquí
que nos diga el Papa: “En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo
son la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la
creación y de la salvación: la suprema gracia –“la gracia de la unión”- fuente
de todas las demás gracias, como explica Santo Tomás.” No. 50.
Esta unión del
Verbo con nuestra carne ha sido considerado igualmente por la tradición de la
Iglesia como un desposorio con la humanidad y san Pablo ve en este misterio el
de la profunda unión existente entre Cristo y su Iglesia en su símil del
Cuerpo, que somos nosotros, y la Cabeza que es Cristo. A este respecto conviene
recordar como lo explicaba el Card. Ratzinger en su obra Introducción al cristianismo,
que originalmente el texto griego presenta la fórmula nicena así: “Creo en
espíritu santo”, con la faltante del artículo y dice él que es muy importante
para comprender el sentido de lo que se afirma ahí ya que este artículo no se
concibió originalmente en perspectiva trinitaria, sino
histórico-salvíficamente. “En otros términos: la tercera parte del símbolo no
alude al espíritu santo como a tercera persona de la divinidad, sino al
espíritu santo como don de Dios a la historia en la comunidad de los que creen
en Cristo.” Pero afirma cuidadosamente en el párrafo siguiente que esto “no
excluye la comprensión trinitaria del artículo.” (p. 291) Si lo traigo a
colación es para indicar la dinámica histórico salvífica del Espíritu dado a la
Iglesia.
Constituye un
reto volver desde el horizonte de la Nueva Evangelización que nos ha propuesto
el Obispo de Roma a la centralidad de este misterio de la Encarnación del Verbo
para que el vuelva a “nacer” en y para las culturas del hombre de hoy. Sólo con
la luz y la fuerza vivificante del Espíritu Santo y la actitud creyente y
abierta de María Virgen será posible realizar esta presencia encarnada del cristianismo
para el nuevo milenio.
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