terça-feira, 1 de março de 2016

EL ESPÍRITU SANTO Y EL TIEMPO DE LA IGLESIA

Prof. Cajiao, Bogotà - EL ESPÍRITU SANTO Y EL TIEMPO DE LA IGLESIA

Mi propósito es comentar los números 25 al 38 de la Encíclica Dominum et vivificantem. Esta exposición se detendrá en dos aspectos, el primero comprende los números 25 y 26 de la primera parte El Espíritu del Padre y del Hijo dado a la Iglesia, en su último número: “7. El Espíritu Santo y la era de la Iglesia”. Luego pasaremos a la segunda parte de la Encíclica en sus números 27 al 38 El Espíritu que convence al mundo en lo referente al pecado.

Apoyándose en el número 4 de la Constitución Lumen Gentium, el Santo Padre nos recuerda que terminada por el Hijo la obra que el Padre le encomendó, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia. En efecto, lo que sucedía el día mismo de la resurrección del Señor en el Cenáculo donde Cristo resucitado soplando sobre los apóstoles les entrega su Espíritu para la reconciliación de los hombres, va a suceder abierta y públicamente el día de la cincuentena pascual cuando los apóstoles van a testimoniar, por el poder del Espíritu, que Cristo ha sido constituido en Señor y Mesías.

La era de la Iglesia se inició con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles, que reunidos, con la Madre del Señor, van a constatar que las promesas de Jesús en la última cena se están cumpliendo a partir de este momento con la entrega del otro Paráclito, el Espíritu de la verdad, que se convertirá en el guía invisible de la naciente Iglesia como lo hace constatar reiteradamente los Hechos de los Apóstoles. Esta idoneidad que les comunicó el Espíritu para la misión va a continuar vigente a lo largo de los siglos con la Iglesia, puesto que los apóstoles la comunicaron a sus colaboradores mediante la imposición de su manos y luego aquellos Obispos la han seguido comunicando a los ministros sagrados, o a los fieles mediante el sacramento de la Confirmación.

Este perdurar del Espíritu Santo en la Iglesia se ha manifestado de un modo peculiar al finalizar el segundo milenio de la era cristiana precisamente mediante el Concilio Vaticano II ratificando la presencia en ella del Paráclito. Este Concilio lo ha hecho presente en una época particularmente difícil, de aquí la importancia de discernir los frutos salvíficos del Espíritu otorgados mediante el Vaticano II para no permitir que el mal espíritu, “príncipe de este mundo”, los pueda distorsionar en el intento de la Iglesia de ponerse al servicio abierto y sincero de todos los hombres pues bien sabe ella que sólo Dios puede ser la respuesta a las aspiraciones más profundas del corazón humano.

Pasando a la segunda parte, nos encontramos con el numeral “1. Pecado, justicia y juicio” (Nos. 27-29) en donde su Santidad nos dice que durante el discurso de despedida de Jesús en la última cena, al prometer al Consolador que vendrá en su nombre, indicaba la función que este iba a desarrollar: “convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio” (Jn 16,7s.), éstas serán otras de las funciones de aquel Espíritu que enseñará, recordará, testificará y guiará hasta la verdad completa a la comunidad eclesial. Tal ejercicio del Espíritu va ha estar ligado y condicionado a la partida de Jesús por la Cruz y vinculará las dos acciones cuando dijo: “El convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, por que no creen en mí; en lo referente a la justicia, porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, por que el Príncipe de este mundo está juzgado”. (Jn. 16,8-11)

Pero nos iluminará Juan Pablo II con su magisterio diciéndonos que la elaboración del juicio condenatorio por parte del Espíritu no será precisamente en contra del hombre, ya que el Hijo del hombre no vino a condenar sino a buscar al que estaba perdido, el juicio se pronuncia contra Satanás, el cual desde el inicio explota la obra de la creación contra la salvación y la alianza de amor del hombre con Dios. Así pues “El Espíritu Santo, al mostrar en el marco de la Cruz de Cristo el pecado en la economía de la salvación (podría decirse ‘el pecado salvado’), hace comprender que su misión es la de ‘convencer’ también en lo referente al pecado que ya ha sido juzgado definitivamente (‘el pecado condenado’).

Es necesario comprender que el convencer del Espíritu sobre el pecado del mundo va en la línea del rechazo que se hizo del Señor Jesús al llevarlo a la Cruz, pero al mismo tiempo es necesario darle una proyección amplia ya que cada pecado, realizado en cualquier lugar y momento, está haciendo referencia a la Cruz de Cristo y por tanto indirectamente a aquellos que no han creído en Él.

Afrontemos ahora el punto “2. El testimonio del día de Pentecostés”. En efecto es en este día en donde Pedro proclamando la realización de la redención por la Cruz de Cristo y la constitución del mismo en señorío, por el poder de Dios, traspasa el corazón de los oyentes y estos preguntan “qué debemos hacer”, a lo que Pedro responde: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para la remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,37s). Nos dice Juan Pablo II concluyendo este numeral 2 que “El hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser ‘convencido’ de ella sino es por el Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios.”

Llegando al numeral “3. El testimonio del principio: la realidad originaria del pecado” a la cual se remonta la explicación del Obispo de Roma, por cuanto ve que la incredulidad en el Verbo esta como en transunto encerrada en la primigenia desobediencia del hombre, por cuanto el pecado original no es otra cosa que negarse a creer en el amor de aquel que le ha llamado a la existencia y a ser su interlocutor personal, pero invitándolo al reconocimiento de su creaturalidad y límite, cuando le formula la prohibición de comer del “árbol de la ciencia del bien y del mal”, en donde se indica que solamente “Dios creador es, en efecto, la fuente única del orden moral en el mundo creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede ‘conocer el bien y el mal como dioses’.” (No. 36). Sin embargo el Padre de la mentira es capaz de inducir al hombre para ver en Dios como su oponente, colocándolo en estado de sospecha y de acusación como alguien que no quisiera compartir su esencia divina, cuando precisamente toda la revelación nos dirá que si algo quiere Dios es que el hombre, su hijo, participe de la única y verdadera posibilidad de ser Dios en su Hijo Jesucristo y mediante el don de su Espíritu Santo.

EL ESPÍRITU SANTO “MAS ÍNTIMO DE MI INTIMIDAD”
COMO PRINCIPIO DE TODA ACCIÓN SALVÍFICA EN EL MUNDO


Continuando con nuestro comentario, lo haremos ahora del No. 54 que se encuentra en la tercera parte de la Encíclica: El Espíritu que da la vida y dentro del numeral “2. Motivo del Jubileo: se ha manifestado la gracia”.

En el número 10 de la Encíclica Juan Pablo II nos dice: “Dios, en su vida íntima, es ‘amor’, amor esencial, común a las tres personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto ‘sondea hasta las profundidades de Dios’ (1 Cor 2,10), como Amor-don increado.”. Al presentarnos el número 54 nos dice que Jesús en el diálogo sostenido con la Samaritana y una vez que le ha aclarado que: “ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (Jn 4,21) le declara que “Dios es Espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y verdad.” (Jn 4,29).

El Papa ha querido colocarnos este marco referencial para invitarnos luego en aquel momento, año 1983 a colocarnos en la perspectiva del final de un milenio y la cercanía del tercero para que se convierta “para todos (en) una ocasión especial para meditar el misterio de Dios uno y trino, que en sí mismo es completamente trascendente respecto del mundo, especialmente el mundo visible. En efecto, es Espíritu absoluto: ‘Dios es espíritu’; y a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está presente en él y, en cierto modo, inmanente, lo penetra todo y vivifica desde dentro.Esto sirve especialmente para el hombre: Dios está en lo íntimo de su ser, como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica ante la cual San Agustín decía: ‘es más íntimo de mi intimidad’.” (No. 54)

Aquel que sondea hasta las profundidades de Dios, es en efecto el que está presente en lo más recóndito del ser humano sin perder por lo mismo su absoluta trascendencia. Pero esta reflexión está toda ella encaminada para recordarnos que tal presencia divina tan íntima y cercana tiene una finalidad, plasmar para el hombre aquel don de gracia que es Jesucristo mismo. Por eso nos dice: “El amor de Dios padre, don, gracia infinita, principio de vida, se ha hecho visible en Cristo, y en su humanidad se ha hecho ‘parte’ del universo, del género humano y de la historia.”, y todo esto ha sido posible “por obra del Espiritu Santo, que es el principio de toda acción salvífica de Dios en el mundo.

Fue San Juan evangelista quien en la conclusión de su prólogo nos dijo “Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado.” (Jn 1, 17-18) En efecto por El hemos recibido el don de Dios y ese don no es otra cosa que la misma vida de Dios que articula la interioridad de los verdaderos adoradores.

Esto que fuera dicho por Juan Pablo II en 1983 creo yo que vuelve a ser recogido por él mismo en su carta apostólica Novo millennio ineunte, con motivo de la culminación del Gran Jubileo del año 2000 cuando nos recuerda que concluida con gozo y gratitud para con el Señor tan magna celebración es necesario “ir mar a dentro”, colocarse en la perspectiva misionera de la primera Iglesia ya que “Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza ‘que no defrauda’(Rom 5,5)”.

Pero será necesario traducir en seguimiento de Jesús tales propósitos. De esta manera nos recuerda con el título de la III parte de dicha Encíclica que hay que “Caminar desde Cristo” y que será necesario articular “orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad” ya que “ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria.” (No. 29) E invitando a que bajo la primera responsabilidad de los pastores se ejecute, en colaboración con los diversos sectores del Pueblo de Dios, los derroteros que señalen las etapas del futuro en un empeño colegial para un renacimiento espiritual.

Señala a continuación cómo: “En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad” recordándonos igualmente el valor programático que del capítulo V de la Constitución dogmática Lumen Gentium, dedicado a la “vocación universal a la santidad”, fue desarrollado por los Padres conciliares no simplemente por dar un toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para colocar una dinámica intríseca y determinante como es la de la vocación a la santidad. Así a continuación dice: “Descubrir a la Iglesia como “misterio”, es decir, como pueblo “congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, llevaba a descubrir también su “santidad”, entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquel que por excelencia es el Santo, el “tres veces Santo”. (cfr. Is 6,3)” (No. 30)

Se pregunta su Santidad si colocar dicha verdad en el umbral de la planeación pastoral no llegaría a significar algo poco práctico puesto que: “¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral?” Pero nos recuerda precisamente que colocar una “programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial.” (No. 31)

A continuación el Papa nos indicará los medios concretos para consolidar el desarrollo de tal vida interior que ha de obedecer las orientaciones del Maestro interior por excelencia el Espíritu Santo. El primer medio que expone es el arte de la oración, el diálogo con el Señor que nos convierte en sus íntimos para poder seguir su orientación: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4) y luego nos dice cómo dicha “reciprocidad es el alma de la vida cristiana” y condición para toda vida pastoral auténtica. Así: “Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre.” (No. 32)

EL ESPÍRITU QUE DA LA VIDA:
CRISTO CONCEBIDO DE ESPÍRITU SANTO


El numeral uno, el de ingreso a esta tercera parte nos hace referencia al momento en que fuera escrito por su Santidad Juan Pablo II, el año 83, el “Motivo del Jubileo del año 2000: Cristo que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo (Cfr. Símbolo Niceno, año 325), por tanto nos situábamos en una perspectiva de futuro en aquel momento, futuro que para nosotros ahora es pasado y que sin embargo nos seguirá siempre remitiendo a lo que el Santo Padre nos decía en ese numeral 49, que la medida del tiempo, de la “plenitud de los tiempos” para nosotros los cristianos seguirá siendo siempre Jesucristo: “Aquel que es, que era y que va a venir” aquél que es “el Alfa y la Omega, el primero y el Ultimo, el Principio y el Fin.” (Ap 1,8; 22,13)

Por lo tanto se nos invita a profundizar en ese motivo central de la irrupción del Verbo de Dios en la historia humana por el adorable misterio de su encarnación que ha acontecido “por obra del Espíritu Santo”.

La Capillla “La Madre del Redentor”, cercana a las habitaciones del Santo Padre en el Vaticano está toda ella recubierta de mosaicos y trata de recoger artísticamente  en una verdadera sinopsis la contemplación del misterio de Cristo que asume nuestra condición humana, lado izquierdo mirando hacia el altar (kénosis) y contrapuesto al lado derecho que contiene la consumación de dicho misterio encarnatorio con la exaltación de Cristo y el envío del Espíritu (theosis). Ahí, contemplando en el símbolo artístico ese venir del Verbo a nuestra historia me impacto profundamente cómo a través de la imagen se está recogiendo justamente lo que en la escena de la Anunciación sucedió.

En efecto allí está la figura del Arcángel Gabriel que extendiendo su mano hacia el oído de María le “Anuncia”: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,34s.) Palabras que en la piedra no se pronuncian pero que están recogidas presentando a la Virgen en actitud orante y teniendo como fondo un gran pergamino que la enmarca.

He querido hacer alusión a esta imagen por que en el numeral 49 que nos ocupa encontramos la presentación por parte de Juan Pablo II de los textos de Mateo y Lucas referentes a la concepción virginal de Jesucristo, misterio que fue posible que se diera por la fuerza y el poder del Altísimo que acogido por aquella que Isabel declara como “dichosa” por que ha creído lo que se le ha dicho concibió al Verbo en sus entrañas. De igual manera Juan Pablo II alude en este número 49 a las dos formulaciones dogmáticas de los Concilios de Nicea (325) y del I de Constantinopla (381), indicando cómo en esos símbolos de fe se recoge la consubstancialidad de Jesucristo como Hijo de Dios, que nos obliga como confesión de fe católica, es decir Juan Pablo nos insinúa que tal misterio de la Encarnación virginal también nos obliga en perspectiva católica.

Es en efecto la fe de la Virgen María la que acoge en su corazón la Palabra de vida y entregándose al Espíritu se obra el misterio de la Encarnación. San Ireneo de Lyon contrapuso la figura de Eva y María cuando en su tratado contra las herejías nos dice: “ Pues de la misma manera que Eva, seducida por las palabras del diablo, se aportó de Dios, desobedeciendo su mandato, así María fue evangelizada por las palabras del ángel, para llevar a Dios en su seno, gracias a la obediencia a su palabra. (Cfr. Libro 5,19 SC 153) Ya habíamos visto, justamente comentando el No. 36 que es función del Espíritu convencer al hombre de su pecado en razón de ser el Espíritu de la verdad contrapuesto al Maligno como padre de la mentira y que ha seducido al hombre para tergiversar la gran verdad del amor de Dios sobre él, que el Padre del cielo le quiere como su hijo.

Esto no se habría hecho posible sino por que “La Palabra se hizo carne” (Jn 1,14) de aquí que nos diga el Papa: “En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación: la suprema gracia –“la gracia de la unión”- fuente de todas las demás gracias, como explica Santo Tomás.” No. 50.

Esta unión del Verbo con nuestra carne ha sido considerado igualmente por la tradición de la Iglesia como un desposorio con la humanidad y san Pablo ve en este misterio el de la profunda unión existente entre Cristo y su Iglesia en su símil del Cuerpo, que somos nosotros, y la Cabeza que es Cristo. A este respecto conviene recordar como lo explicaba el Card. Ratzinger en su obra Introducción al cristianismo, que originalmente el texto griego presenta la fórmula nicena así: “Creo en espíritu santo”, con la faltante del artículo y dice él que es muy importante para comprender el sentido de lo que se afirma ahí ya que este artículo no se concibió originalmente en perspectiva trinitaria, sino histórico-salvíficamente. “En otros términos: la tercera parte del símbolo no alude al espíritu santo como a tercera persona de la divinidad, sino al espíritu santo como don de Dios a la historia en la comunidad de los que creen en Cristo.” Pero afirma cuidadosamente en el párrafo siguiente que esto “no excluye la comprensión trinitaria del artículo.” (p. 291) Si lo traigo a colación es para indicar la dinámica histórico salvífica del Espíritu dado a la Iglesia.


Constituye un reto volver desde el horizonte de la Nueva Evangelización que nos ha propuesto el Obispo de Roma a la centralidad de este misterio de la Encarnación del Verbo para que el vuelva a “nacer” en y para las culturas del hombre de hoy. Sólo con la luz y la fuerza vivificante del Espíritu Santo y la actitud creyente y abierta de María Virgen será posible realizar esta presencia encarnada del cristianismo para el nuevo milenio.

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