El
Desconocido más allá del Verbo
Prof. S.E.R. Mons. Rino Fisichella
Prof. S.E.R. Mons. Rino Fisichella
«El Desconocido que
llega desde más allá del Verbo». A partir de esta expresión de H. U. von
Balthasar se puede crear una breve síntesis teológica sobre el tema del
Espíritu Santo. «Desconocido», por lo menos, por dos razones: la primera, de
orden teológico, está determinada por el hecho de que, nunca como en este caso,
nos hallamos ante el misterio. Él es Espíritu de Amor y remite a la sublimidad
de la propia esencia de Dios en la revelación de Jesucristo, quien en la
obediencia se entrega a la muerte y ha sido resucitado. El lenguaje humano
siente la rígida limitación de sus palabras, encerradas siempre dentro de la
«jaula» ‑para recurrir a la expresión de L. Wittgenstein‑ que nos impide dar
nombre a lo que constituye la esencia del misterio. Con razón, los hermanos de
Oriente sugieren que es mejor invocar al Espíritu que hablar de él, pues, en
efecto, él es gracia dada por el amor del Padre. Por ello, el teólogo comprende
que, para alcanzar una comprensión coherente de él, tiene que asumir una
actitud de estupor y de callada recepción.
El segundo motivo, de
orden histórico, depende del hecho de que, durante mucho tiempo, la teología ha
olvidado fijar su atención hacia la inteligencia del misterio del don del
Espíritu. El resultado ha sido una teología débil, pues está privada de la
centralidad del misterio trinitario y es así fragmentaria en la exposición de
los misterios. La marginación del tema del Espíritu dentro de la esfera de la espiritualidad
ha impedido la elaboración de una teología coherente de los ministerios y el laicado. La recuperación del lugar
central, que
debemos a los estudios sobre el Espíritu
Santo, ha permitido constatar el gran atraso que ha sido impuesto a evolución de la teología, sea en su
respuesta a la misión eclesial que le es propia, sea en dar voz a la fuerza de
la profecía.
¿Quién es, pues, el
Espíritu Santo? «Si quieres saber cuál ha de ser tu pensamiento sobre el
Espíritu Santo, debes volver a los Apóstoles y a los Evangelios con quienes y
en quienes tienes la certidumbre de que Dios ha hablado» (El Espíritu Santo, I, 9). Este texto de Fausto, que fue obispo de
Riez hacia la mitad del siglo V (452/460?), es una ocasión para que el teólogo
vuelva a encontrar el método correcto para balbucear algo sobre el misterio del
Espíritu de Cristo. «Vuelve a los apóstoles y los evangelios». Es ésta la
fuente originaria de la fe cristiana: la Tradición y la Escritura en su
inseparable unidad y en la plena reciprocidad que permite aferrar la única
Palabra que Dios ha dirigido a la humanidad (cfr. DV 9).
«Examinemos ahora las
nociones corrientes que tenemos sobre el Espíritu Santo, sea las que han sido
recogidas por las Escrituras, sea las que han sido transmitidas por la tradición
no escrita de los Padres (...) El Espíritu Santo es llamado Espíritu de Dios,
Espíritu de verdad que procede del Padre, Espíritu recto, Espíritu que guía. Su
nombre más apropiado es Espíritu Santo, porque este nombre indica al ser más
incorpóreo, más inmaterial y más exento de composición. Pues es así que, a la
samaritana, que estaba convencida de que había que adorar a Dios en un sitio,
el Señor le enseñó que lo incorpóreo no puede estar encerrado dentro de
límites, y le dijo: Dios es espíritu. Por ello, quien oye decir “espíritu” no
puede imaginar a una naturaleza limitada, sometida a cambios y variaciones, o
que en todo sea semejante a algo creado». Éstas son palabras de san Basilio,
monje y obispo de Cesarea, que en 375 escribía su tratado De Spiritu Sancto.
La Escritura habla
preferentemente del Espíritu como «ruah»: es decir, «soplo, aire, espíritu,
viento, aliento...». Son éstas realidades para las que es necesario recurrir a
las palabras de Jesús: «oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde
va» (Jn 3,8); se percibe, pues, de
ellas, su presencia y su fuerza, pero no alcanzamos a decir nada más, porque
quedan envueltas en el misterio de la vida de Dios. El concilio de
Constantinopla, al profesar: «Es Señor y da la vida», trata de dar cuerpo a la
enseñanza de la Sagrada Escritura, que coloca siempre al Espíritu en relación a
la vida. El Salmista explicita el texto del Genesis al atestiguar: «Por la
palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el aliento de su boca todos sus
ejércitos» (Sal 33,6). El Espíritu
es, en fin, soplo que sale de la boca de Dios y todo lo crea dándole la vida.
El genio de Miguel Ángel, en el fresco de la Capilla Sixtina, habría de dar
forma a esa enseñanza. El «digitus paternae dexterae» del Veni Creator da vida al hombre y sustenta todas las cosas (cfr. Sal 8,5). Tan verdadero es que «Si
centrase en sí su espíritu y su aliento, toda carne a la vez moriría, el hombre
al polvo volvería» (Job 34,14). En
una palabra, el Espíritu es la potencia y la fuerza de Dios; por medio de él
todo es alumbrado y todo es llevado a su cumplimiento.
El Espíritu Santo es,
por lo tanto, protagonista de toda la historia de la salvación. Cada vez que
Dios interviene en la historia de su pueblo para liberarlo y mostrarle el
cumplimiento de sus promesas, el Espíritu lo acompaña. Gracias a su potencia se
vencen las batallas; asimismo, su fuerza transforma a los hombres,
permitiéndoles cumplir la misión encomendada. Además, el Espíritu «se apodera
de Gedeón» o «penetra en Sansón», dándoles la fuerza necesaria para la
victoria. Es nuevamente el mismo Espíritu el que desciende sobre el rey, le
ciñe la corona y lo protege para que pueda reinar sobre su pueblo en nombre de
Dios: «desde entonces, vino sobre David el espíritu del Señor» (1 Sam 16,13).
Su acción se hará
visible sobre todo con los profetas. El profeta es el hombre llamado por el
Espíritu de Yhvh para hacer oír su voz en las situaciones más desiguales de la
historia. Isaías, Jeremías, Ezequiel como Amós, Oseas y todos los profetas
menores, aunque no aparezca explícitamente por temor a malentendidos, expresan
la conciencia de haber sido llamados y «arrebatados» a la misión profética del
Espíritu del Señor. Para todos, vale la expresión de Ezequiel: «El espíritu del
Señor irrumpió en mí y me dijo: Habla» (Ez
11,5). El profeta se convierte en un poseído del Espíritu y en «boca», por
medio de la cual Dios hace oír su voz. Es interesante, al respecto, el hecho de
que algunos Padres de la Iglesia hayan querido hablar del Espíritu como de la
«boca» de Dios. Simeón, el nuevo Teólogo (de alrededor del 1022), escribe lo
siguiente en su libro de Ética: «la
boca de Dios es el Espíritu Santo y su Palabra y el Verbo es su Hijo, que
también es Dios. Pero, ¿por qué el Espíritu es llamado boca de Dios y el Hijo,
Palabra y Verbo? Así como el discurso interior sale de nuestra boca y se revela
a los demás, sin que podamos pronunciarlo o manifestarlo por un medio distinto
de la boca, de la misma manera el Hijo y Verbo de Dios no puede ser reconocido
ni oído, si no es expresado o revelado por el Espíritu Santo, como por una
boca».
El espíritu es
revelado plenamente por Jesucristo. En una suerte de hermosa síntesis de todo
el evangelio de Lucas y Juan, san Gregorio Nacianceno escribe: «Cristo nace y
el Espíritu lo precede; es bautizado y el Espíritu lo atestigua; es puesto a
prueba y Aquél lo hace regresar a Galilea; realiza milagros y Aquél lo
acompaña; sube al cielo y el Espíritu le sucede» (Discursos, xxx, 29). En la plenitud el Espíritu reposa sobre Cristo
y acompaña toda su existencia. Puesto que Cristo posee con plenitud al Espíritu
Santo, puede darlo con abundancia y sin medida a todos los que creen en él (Jn 7,37-39). La nueva creación que
Cristo cumple, a través del sacrificio de su muerte y resurrección, se hace
patente cuando, al soplar sobre sus discípulos reunidos en el cenáculo, infunde
en ellos su Espíritu: «sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo»
(Jn 20,22). La efusión del Espíritu
Santo, en el día de pentecostés, indica el comienzo oficial de la misión de los
discípulos de Jesús ante el mundo, para que la Iglesia pudiera proclamar con
decisión su anuncio, ser coherente en su vida y capaz de llevar perdón y amor a
todos.
El Espíritu Santo es
don del Padre y el Hijo; su acción es siempre plenamente trinitaria en una
lógica relacional que forma la pericóresis perenne del darse recíproco, pleno y
total de las tres personas divinas. «Recibirá de lo mío y os lo explicará» (Jn 16,14-15). La misión del Espíritu
consiste, pues, en llevar a la comprensión de lo que Jesús ha revelado. La
revelación del Espíritu no tiene un contenido propio, sino que sólo puede ser
lo que el Logos ha pronunciado, pues lo ha oído del Padre. Pero la inteligencia
del misterio no es menos importante que su contenido. Toda inteligencia es una
acción totalmente nueva en la que la Iglesia ve y experimenta la presencia de
su Señor, que nunca la ha abandonado y siempre la sigue y acompaña en la
historia, hasta que alcance la verdad en su plenitud. La misma enseñanza de
Fausto de Riez nos permite una vez más aceptar esta instancia: «Nuestra
existencia parece estar propiamente referida al Padre, “en quien”, como dijo el
Apóstol, “vivimos, nos movemos y existimos”» (Hch 17,28). En cambio, el hecho de que seamos capaces de razón, de
sabiduría y de justicia es atribuido, sobre todo, a Aquél que es razón (logos), sabiduría y justicia, es decir,
el Hijo. Por medio de la palabra de Dios, además, quedan claramente atribuidas
a la persona del Espíritu Santo nuestra vocación a la regeneración, la
renovación que de ella deriva y la santificación que le sigue (...) Podríais
decir quizás: es mayor el Espíritu Santo, cuyas obras son más importantes y más
notables. No es así. (...) Aunque las personas individuales obren algo propio, en
las tres persiste el plan de conjunto» (I,10).
La Iglesia, presente
ya en el grupo de los discípulos que durante tres años habían seguido al Señor
formando con él una comunidad, nace en esa efusión del Espíritu, que ya había
sido indicada en la cruz y prefigurada por la sangre y el agua que se derraman
del costado abierto del crucificado. Ahora, en el día de pentecostés, tiene
fuerza para erguirse en el mundo como testigo de la resurrección del Señor. Así
como Jesús había inaugurado su misión pública con la predicación de la
conversión y el perdón, de la misma manera la Iglesia, siguiendo los pasos de
Cristo, proclama su primer discurso llamando a la conversión y a la fe en el
Señor Jesús (Hch 2,14). La división
de Babel, fruto del pecado, es destruida por Pentecostés, que devuelve la
unidad por medio del Espíritu. El Espíritu es quien da fuerza a los discípulos
para que quiten la trabazón a las puertas del cenáculo, donde estaban
encerrados «porque tenían miedo», e inaugura la misión evangelizadora. Aparece,
sin embargo, de una manera muy original, que crea una discontinuidad con la
mentalidad y la praxis judía, porque en Jesús el Espíritu es dado a todos. La
visión profética de Joel, quien veía en el futuro la expansión del Espíritu
profético sobre todos los hijos e hijas de Israel se realiza y se hace visible
en la comunidad de los creyentes.
Así como el Espíritu
había acompañado a Jesús, ahora acompaña a su Iglesia. Una mirada a las
distintas comunidades y a la vida interior, que se va estructurando en ellas,
revela su acción omnipresente. El Espíritu es quien revela a los apóstoles
adónde deben ir o dejar de ir (Hch 16,6-10);
es también quien concede a cada uno los carismas necesarios para edificar la
comunidad (1 Co 12,7); el mismo
Espíritu da a los discípulos las palabras necesarias para que se defiendan
durante los juicios (Lc 12,11-12) y
el Espíritu del Resucitado permite que Esteban dé su testimonio supremo (Hch 7). El mismo Espíritu inspira a los
autores sagrados para que redacten los evangelios y las enseñanzas de los
apóstoles para que la Iglesia pueda hacer de ello su referencia constante de
vida; y es también el mismo Espíritu quien guía la transmisión ininterrumpida
de todo lo que no ha sido puesto por escrito, pero que constituye la fe de siempre
y de todos. El Espíritu de verdad no está nunca ausente en la historia de la
Iglesia, dando así a todos los creyentes el poder de mantenerse intactos en ese
«sentido de la fe» (LG 12) que permite que los más simples sepan en qué
consiste la fe y que da a sus pastores, unidos a Pedro, la certidumbre de
interpretar el evangelio en la verdad.
En este sentido, son
harto significativas las palabras de uno de los últimos autores de la
literatura romana del siglo III, Novaciano: «El Espíritu constituye en la Iglesia
a los profetas, instruye a los maestros, dispone las lenguas, obra los
prodigios y las curaciones, realiza acciones maravillosas, concede el
discernimiento de los espíritus, asigna los mandos, sugiere los consejos,
dispone y distribuye todos los demás dones. Y, de esa suerte, vuelve perfecta y
completa la Iglesia del Señor en cada lugar y en todo. (...) Testimonia a
Cristo en los apóstoles; muestra la fe estable de los mártires; en las vírgenes
rodea la admirable castidad con la caridad insigne; en los demás custodia sin
alteración ni contaminación los preceptos de la doctrina del Señor; destruye a
los heréticos; corrige a los infieles; desenmascara a los mentirosos; detiene a
los malvados; conserva a la Iglesia incorrupta e inviolada en la santidad de la
virginidad perpetua y la verdad» (De
Trinitate, 26, 10-26).
Muy cercano a él, s.
Máximo el Confesor dice: «Hombres, mujeres, niños, profundamente divididos en
lo que se refiere a la raza, la nación, la lengua, la clase social, el trabajo,
los conocimientos, la dignidad, los bienes, (...) a todos vuelve a crear la
Iglesia en el Espíritu. A todos da la misma forma divina. Todos reciben de ella
una sola naturaleza, que es imposible romper, una naturaleza que no permite más
que se tengan en cuenta las diferencias múltiples y profundas que les
conciernen. De ahí que todos estemos unidos de manera verdaderamente católica.
En la Iglesia, nadie está separado de la comunidad; todos se fundan, de alguna
manera, los unos en los otros, por la fuerza invisible de la fe. Así pues,
Cristo es todo en todos, él que asume todo según su fuerza infinita y comunica
a todos su bondad. Es como un centro en el que convergen todas las líneas. Y
sucede que las criaturas del Dios único ya no sean más extrañas y enemigas unas
de otras, por falta de un lugar común en el que puedan manifestar su amistad y
su paz» (Mystagogia, I). Como se
puede ver, a través de los dones que nos son dados, podemos reconstruir la
sublimidad de aquél que los dona.
Toda la vida de la
Iglesia se desarrolla, hasta nuestros días, en la obediencia al Espíritu del
Señor. El apóstol recuerda que en la oración «nosotros no sabemos pedir como
conviene. (...) El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza e intercede por
nosotros con gemidos inefables que nos permiten dirigirnos a Dios y llamarlo:
Padre» (Rm 8,26 ss). Su obra se
vuelve claramente perceptible sobre todo en la liturgia, porque en ella
santifica a toda la comunidad cristiana y a cada creyente. De manera especial,
la eucaristía nos permite ver la realización de la obra del Espíritu. De alguna
manera, es la síntesis de toda la vida sacramental, porque en ella se da la
verdadera y real presencia de Cristo. La epíclesis, es decir, la invocación
sobre las ofrendas, aparece como punto de convergencia en el que se reconoce su
acción: «Envía a tu Espíritu a santificar los dones que te ofrecemos», es la
expresión culminante en que se ve concretizada la misión del Espíritu Santo.
Sin él, el pan y el vino permanecen tales, y lo mismo sucede con el agua del
bautismo o el crisma de la confirmación y los óleos de las unciones. Si no está
presente, no hay transformación alguna en el pacto de amor entre cónyuges, y
tampoco en ese hombre de bruces en el suelo, que espera la imposición de las
manos para el sacerdocio. Sin la invocación del Espíritu, ningún pecado puede
ser perdonado a quien pida perdón. La grandeza del Espíritu Santo, en toda la
acción litúrgica, se manifiesta en la obediencia hacia las palabras del
ministro que lo invoca para que venga a transformar la materia del sacramento.
De alguna manera, es posible ver una suerte de «kenosis» del Espíritu (H. U.
von Balthasar), no sólo porque obedece a las palabras del ministro, sino, más
aun, porque se vuelve visible en su Iglesia también en la forma de la Institución.
La vida teologal es
obra del Espíritu. Allí donde se cree, espera y ama, él obra permitiendo que se
cumpla un camino lento, pero progresivo hacia la identificación plena del
rostro que debe recibir nuestra obediencia en la fe, la certidumbre de la esperanza
y la pasión del amor. Justamente, s. Tomás podía afirmar que «omne verum a
quocumque dicatur a Spiritu Sancto est» (STh,
II, 109, 1, ad 1). Las semillas del Logos están sembradas en cada uno por la
acción de su Espíritu; la maduración necesaria que requiere la espera de los
tiempos del Espíritu exige paciencia y respeto, sin emprender caminos que
podrían manifestar un deseo humano piadoso pero no necesariamente un impulso
propulsivo del Espíritu. Este tema, que se abre, de manera especial, al diálogo
interreligioso, permite confirmar el compromiso que el teólogo ha de asumir
para sí como sujeto eclesial. El Espíritu «sopla donde quiere», es brisa de una
juventud perenne de la Esposa que está llamada a seguir siempre y en todo lugar
los caminos del Espíritu. Él indica las tierras y marca los compases: debemos
mirar hacia él y debemos escucharlo para poder seguir siendo signos de una
esperanza que nunca ha mermado.
«Sine tuo numine nihil
est in homine, nihil est innoxium». Esta visión de fe, lejos de volver pasiva
la acción del creyente, abre a la libre obediencia que sabe hacer del
testimonio cristiano el fruto más genuino de una existencia vivida en el
entusiasmo, es decir impulsada por el Espíritu que da la vida.
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