terça-feira, 1 de março de 2016

El Espíritu Santo en la Carta Encíclica Dominum et Vivificantem

VÍDEO CONFERENCIA TEOLÓGICA INTERNACIONAL
25 de junio 2002
Tema general:
PNEUMATOLOGÍA DESDE EL VATICANO II A LA ACTUALIDAD

Primera ponencia

El Espíritu Santo en la Carta Encíclica

Dominum et Vivificantem

Introducción

Objetivo de la Encíclica

En su Carta Encíclica Dominum et Vivificantem, Juan Pablo II subraya que hoy existe "un fresco descubrimiento de Dios en su en su trascendente realidad de Espíritu infinito" (DeV, 2). Sin embargo, este nuevo descubrimiento tiene sus raíces en una larga tradición de fe en el Espíritu Santo, como "Señor y generador de vida", una profesión de fe hecha cada vez que los cristianos recitamos el Credo niceno. La Encíclica recoge la herencia del Concilio. "En efecto, los textos conciliares, gracias a sus enseñanzas sobre la Iglesia en si misma y la Iglesia en el mundo, nos estimulan a comprender siempre más el misterio trinitario de Dios mismo, siguiendo el itinerario evangélico Patrístico y litúrgico: al Padre a través de Cristo en el Espíritu Santo (DeV, 2). La Encíclica tiene también un significado particular porque prepara el Jubileo del milenio en el curso del cual "obtendrán una elocuencia singular las palabras que no pasarán (DeV, 2; Cf. Mt 24, 35).
La Encíclica reflexiona, en modo especial, en la descripción pastoral de la presencia activa del Espíritu Santo, cuya fuerza empeña a la Iglesia a "cooperar para que sea realizado el diseño de Dios, ya que ha constituido el principio de la salvación para el mundo entero (DeV, 2 que alude LG 17). El Espíritu es un don del Padre y del Hijo con la Iglesia y el mundo, un don que ayuda a las personas a discernir entre el pecado y la rectitud, llevando una vida en plenitud para toda la familia humana. En la actividad de la Iglesia «el Espíritu Santo permanece el sujeto trascendente, protagonista de las realización de la obra en el espíritu del hombre y en la historia del mundo: ¡el invisible y, al mismo tiempo, omnipresente Paraclito! El Espíritu que 'alienta donde él dispone'» (DeV, 42)

El Espíritu Santo y la Iglesia

Jesús enseña que el Espíritu Santo es "consejero", "intercesor" o "Paraclito", "Espíritu de Verdad", Aquél que "continuará en el mundo la obra de la "Buena noticia de la salvación", a través de la Iglesia" (DeV, 3). Enseña "todas las cosas" y les recordará "todo lo que Yo les he dicho" (DeV, 4). Él "seguirá inspirando la divulgación del Evangelio de la salvación" y "ayudará a la gente a entender la manera correcta del contenido del mensaje de Cristo" (DeV, 4). Guiando la Iglesia "hacia toda la verdad", asegurando el acceso continuo de la Iglesia a Jesucristo "la revelación suprema y más completa de Dios a la humanidad" (DeV, 5).
Estas frases nos ofrecen la posibilidad de entender cuanto es penetrante la presencia del Espíritu en la Iglesia, subrayando varios aspectos de la profunda relación entre la Iglesia y el Espíritu Santo. El Espíritu no se limita a las fronteras de vida de la Iglesia, siendo imposible el contrario. En efecto, la Iglesia no puede existir sin el Espíritu Santo, en cuanto, como fue continuamente subrayado por los Padres, el Espíritu Santo es "el alma de la Iglesia" (DeV, 26; Cf. fn. 96). Este íntimo vínculo asegura constantemente el acceso de la Iglesia a Jesucristo "la transmisión y la divulgación de la Buena noticia revelada por Jesús de Nazaret" (DeV, 7).

El Espíritu en la Trinidad

La parte inicial de la Encíclica se dedica al lugar que ocupa el Espíritu Santo en el misterio divino, tanto como parte de la Santísima Trinidad, como en la relación entre Espíritu Santo y el Verbo Encarnado en la misión de Jesús. La Trinidad nos es revelada como amor entre las personas que, además, son una sola persona. La vida íntima de Dios es una vida de "amor esencial", compartida por las tres personas divinas (DeV, 3). El Espíritu Santo es definido "persona - amor que explora la profundidad de Dios como amor don - no creado" (DeV, 10).
La lógica divina es un don de si en el amor. Vivimos este amor como un don del si salvífico de Dios hacia nosotros. Es Dios entendido como comunidad ("Hagamos el hombre" Gen, 1, 26) el que crea la humanidad: "el primer inicio del donarse salvífico de Dios a 'imagen y semejanza' de si, concedida al hombre" (DeV, 12). En la muerte de Jesucristo en la cruz asistimos al don de si por parte de Cristo, ejecutor "de la redención, en la potencia de todo el misterio pascual de Jesucristo" (DeV, 14). El Espíritu Santo alcanza el precio de la partida de Cristo para mantener unas presencia constante en el donarse de Cristo, como "el nuevo inicio de la comunicación del Dios Uno y Trino en el Espíritu Santo por obra de Jesucristo, redentor del hombre y del mundo (DeV, 14).
El amor del Espíritu Santo es vivido por los seres humanos como don o gracia (charis) porque éste es "amor y don no - creado, del que deriva, como su manantial (fons vivus), todo donarse en relación de las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas, mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres, a través de la entera economía de la salvación" (DeV, 10). Esta incisiva declaración expresa la intimidad profunda del don del amor a todas las personas, que es la presencia del Espíritu Santo en Dios.

El Espíritu en la vida de Jesucristo

Uno de los temas más importantes de la Encíclica es la evaluación del Espíritu en la vida de Jesucristo. In DeV n. 15 - 18, el Papa recuerda las profecías sobre el Mesías que contiene el Viejo Testamento porque se refieren al Espíritu Santo. El mismo nombre "Cristo" significa "el Ungido". Pedro recuerda la tradición profética hebrea cuando habla de Dios ungiendo a Jesús con el Espíritu Santo. (He 10, 37). Hay una referencia a Isaías, que profetizó la venida del Mesías, en el cual se posará "El Espíritu del Señor" (DeV, 15 - 17, Cf. Is 11, 2; 61, 1 y ss). Jesús utiliza este último argumento para organizar el propio ministerio (Lc 4, 16). En DeV, 18 - 24 descubrimos la presencia múltiple del Espíritu en la vida y en la misión de Jesús. Él viene concebido por el Espíritu Santo (Lc 1, 35). Juan Bautista profetiza su venida como la de Aquél que bautizará con el Espíritu Santo y con el fuego (Lc 3, 16). En la teofanía sobre el Jordán, es el espíritu Santo el que desciende sobre Jesucristo bajo la forma de una paloma (3, 22). Ese mismo Espíritu lo conduce en el desierto para luchar contra el diablo durante la preparación de su ministerio (4, 1 y ss).
"En el umbral de los eventos pascuales … se realiza la nueva y definitiva revelación del Espíritu Santo como persona que es un don" (DeV, 23). En el Cenáculo, Jesús revela la realidad del Espíritu Santo como la persona que los apóstoles recibirán, de manera que la obra salvífica establecida en el sacrificio de la cruz, pueda proseguir en el desenvolvimiento de su servicio en la misión de Dios (DeV, 23; Cf. 42). La venida del Espíritu Santo es posible a través de la resurrección, cuando Jesús es revelado como "Hijo de Dios, lleno de potencia" (DeV, 24). En esta potencia, el Señor resucitado abre la vía al anuncio del Espíritu Santo el día de Pentecostés, de manera que el miedo se vuelva coraje "y esta redención" se realice, «al mismo tiempo actuada constantemente en los corazones y en las consciencias humanas, en la historia del mundo por el Espíritu Santo que es "el otro consejero"» (DeV, 24).
Bibliografía
DeV Dominum et Vivificantem, Carta Encíclica del Sumo Pontífice, Juan Pablo II sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo. 18 de mayo 1986.
Stuart C. Bate OMI
Profesor de Educación Religiosa y Ministerio Pastoral
St. Augustine College of South Africa
Johannesburg - Sudáfrica
Junio, 2002


Segunda ponencia

El Espíritu Santo y la voz de la conciencia humana (DeV, 44)

El Espíritu Santo y la moral cristiana


La Dominum et Vivificantem n. 44, puntualiza resumidamente la relación entre el Espíritu Santo y la consciencia humana en función de la moral cristiana. Esto lo hace a través de cuatro temas, que son:

-         El pecado perdura en la historia humana;
-         todo pecado está subordinado a la potencia salvífica de la redención;
-         El Espíritu Santo ayuda a las personas a reconocer la existencia del pecado en el mundo;
-         La gracia de Dios nos ayuda en nuestros esfuerzos para superar el pecado.
Todas las citaciones han sido extraídas del parágrafo 44, salvo indicación contraria.

El pecado perdura en la historia humana

En un mundo de diversidad cultural y de modernidad secular, las nociones de pecado y la existencia de este ultimo, son cada vez más relegadas al ámbito de la vida privada, de las opciones personales y de la disposición psicológica. La aplicación de la psicología a la ontología humana es especialmente problemática para este fin, ya que el pecado y el mal son afrontados en término de estados psicológicos como la psicosis y la neurosis. En efecto, existen valores evidentes en el conocimiento ofrecido por la psicología, pero como en cualquier disciplina científica, ésta también ofrece una visión parcial de la verdad. La riqueza del espíritu humano se manifiesta en la diversidad cultural y religiosa que, sin embargo, puede llevar consigo actitudes peculiares que hacen relativa la verdad. Entonces, las nociones de pecado y el mal corren el riesgo de ser relegadas al mundo de la opinión personal y cultural.
Papa Juan Pablo II hizo una declaración sobre el pecado y el mal. Se trata de realidades presentes en el mundo y no de ilusiones o creaciones de la psique humana. "Jesucristo ha invocado el Espíritu Santo como la persona que testimonia que en la historia de la humanidad perdura el pecado". Esta afirmación ontológica nos empeña a buscar el origen del pecado, si quisiéramos comprender su lugar y función. El pecado es una realidad radicada en la "intimidad del hombre". En otras palabras, esta realidad se remonta al origen de la raza humana. "Al mismo tiempo, el Espíritu Santo nos recuerda que lo pecaminoso es heredado de la naturaleza humana", una condición de pecado que se puede comprender en términos de "lucha tremenda contra las potencias de la tinieblas, lucha comenzada desde el origen del mundo y que durará - como dice el Señor - hasta el último día (Cf. GS, 37).
El pecado es un factor de alienación humana. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios como "buenos", pero nos hemos rebelado a la voluntad de Dios escogiendo la muerte antes que la vida. En consecuencia, nuestra humanidad se ha enfermado y no somos más como habíamos sido originalmente. Parte de nuestra naturaleza humana es ahora la participación en un conflicto, entre los deseos por una vida superior y los límites de la debilidad humana. Parte de la obra del Espíritu Santo consiste en ponerse en contacto con la realidad de nuestra actual condición, de modo que no nos dejemos engañar de la ilusión de un mundo irreal y nos perdamos.
Todo pecado está subordinado a la potencia salvífica de la redención
El Espíritu Santo nos ayuda a ser realistas convenciéndonos del pecado, de manera que éste no nos derrote, y que podamos ser conscientes del claro peligro presente. El Espíritu Santo nos hace conscientes del peligro y nos permite saber afrontarlo. El Espíritu Santo actúa como agente principal de la buena noticia de la salvación, porque además nos recuerda la potencia del remedio salvífico conquistado para nosotros, con la victoria del misterio pascual. Ya que "el Espíritu Santo, el Consejero, nos convence del pecado siempre en relación a la Cruz de Cristo". El Espíritu que continuamente testimonia a Cristo, nos aconseja, porque "el Señor mismo ha venido a liberar al hombre y a darle fuerza" (GS, 13). Es esta relación entre el Espíritu Santo y el hombre, la que nos dispone hacia una conversión constante del corazón humano. Ésta es una relación que crece y se vuelve más profunda al interior de la consciencia humana.
El Espíritu Santo ayuda a las personas a reconocer la existencia del pecado en el mundo
En el ayudar al hombre a adquirir la consciencia de la existencia del pecado, el Espíritu Santo testimonia la buena noticia de la salvación del pecado. El Espíritu Santo permanece como el sujeto trascendente, protagonista de la realización de dicha obra en el espíritu del hombre y en la historia del mundo (DeV n. 42). Éste es el motivo por el cual el Espíritu Santo "hace conocer al hombre el mal y, al mismo tiempo, lo orienta hacia el bien (DeV, 42). Este proceso se desarrolla en la consciencia humana, que es el lugar privilegiado en el que el Espíritu de Dios aconseja y convence a la persona moral. "El Espíritu de verdad se encuentra con la voz de las consciencias humanas". Se podría hablar de inmersión en una especie de iluminación espiritual que permite a la visión de la verdad las cosas que pueden surgir. "En su fidelidad a la consciencia, los cristianos se unen a los demás hombres para buscar la verdad y para resolver, según la verdad, tantos problemas morales que surgen, tanto de la vida de cada uno como de la vida social (GS, 16; Cf. DeV, 42).
Con esto, se afirma que la vida cristiana no es una fuga del mundo, sino un tentativo de vivir según la verdad del mundo, dando a éste y a todo aquello que contiene, la dignidad adquirida por la creación. Por este motivo, es la conciencia que determina la dignidad humana, en cuanto "el hombre tiene en realidad una ley escrita por Dios en su corazón: obedecer la ley y la dignidad misma del hombre, ya que, según ésta, el hombre será juzgado. La consciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, donde él se encuentra sólo con Dios, cuya voz resuena en la propia intimidad"(Gs, 16; Cf. DeV, 43).
Desde el momento que el Espíritu Santo es una persona, la respuesta que nosotros damos debe ser tanto interpersonal como relacional. En otras palabras, el Espíritu que habla en nuestro corazón suscita una respuesta en nosotros, que buscamos profundizar nuestra relación con Dios. Generalmente se lo define como proceso de discernimiento espiritual y parte necesaria de la vida cristiana. El discernimiento de la voluntad de Dios es la respuesta primaria de los individuos y de las comunidades a la sugerencia del Espíritu. El discernimiento de la presencia de Dios (Cf. DeV, 26) es el reconocimiento del hecho que estamos guiados por el Espíritu (DeV, 25).
La gracia de Dios nos ayuda en nuestros esfuerzos para superar el pecado
El Espíritu Santo, como consejero e intercesor, nos ayuda a conseguir una visión y una comprensión más clara de la realidad del pecado en nuestras vidas. Sin embargo, también nos dona la fuerza y gracia para vencerlo. El hombre no lucha solo. "Ni puede conseguir su unidad, sino a costo de grande trabajo, con la ayuda de la gracia de Dios (DeV, 44, extraído de LG, 37). El Espíritu Santo nos sana del pecado. Por esto, Jesús lo sugirió a los apóstoles, diciéndoles: "Reciban el Espíritu Santo: a quienes descarguen sus pecados, serán liberados" (Jn 20, 22-23). El ministerio taumatúrgico que el Espíritu Santo nos inspira, nos ofrece un remedio al pecado, tanto a través de la gracia que nos ayuda a combatirlo y vencerlo, como a través de la fuerza de quienes deseen ser sanados del efecto del pecado. Por esto, el Concilio Vaticano II, al comentar las batallas espirituales en la historia de la humanidad "recuerda sin cansancio la posibilidad de la victoria (DeV, 44).
Bibliografia
DeV Dominum et Vivificantem, Carta Encíclica del Sumo Pontífice, Juan Pablo II sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo. 18, mayo 1986.
RMi Redemptoris Missio, Carta Encíclica de Papa Juan Pablo II sobre la validez permanente del mandato misionero de la Iglesia. 8, diciembre 1990.

Stuart C. Bate OMI
Profesor de Educación Religiosa y Ministerio Pastoral
St. Augustine College of South Africa
Johannesburg - Sudáfrica
Junio, 2002


Tercera ponencia

El Espíritu Santo en la lucha eterna del hombre (DeV, 55)

Carne y Espíritu - salvación y resistencia

El Espíritu Santo y la moral cristiana


Carne y Espíritu
La batalla espiritual entre el bien y el mal, en la que definitivamente Cristo vence a través del misterio pascual, se lleva a cabo en la profundidad de cada persona y en la comunidad humana en el curso de la historia de la humanidad (Cf. DeV, 44). En DeV n. 55, el Santo Padre recurrió a los términos "Carne" y "Espíritu" utilizados por san Pablo, para describir el conflicto interno que se hace evidente cuando buscamos vivir una vida moral. Es importante comprender que éstos son dos términos teológicos y antropológicos, cuyos significados técnicos son, en parte, diferentes a los que normalmente les son atribuidos. "Carne", por ejemplo, no se refiere a la materia blanda entre la piel y los huesos en el cuerpo humano, sino que describe una tendencia o una inclinación del ser humano. Es la inclinación la que nos empuja al pecado o al mal, y a la búsqueda de las ventajas que puedan derivarse. Igualmente, "Espíritu" no significa el espíritu de una persona, en el sentido de su parte no material, sino que se refiere directamente a una tendencia o inclinación de todas las personas, divididas en alma y cuerpo, para orientarse hacia las cosas de Dios y del bien moral. En otras palabras, esta antropología está en relación de las motivaciones que están en la misma base del comportamiento humano. El Santo Padre explica estas diferencias cuando afirma: "Ya en el mundo, como ser compuesto, espiritual y corporal, existe una cierta tensión que se desarrolla como lucha de tendencias entre el "espíritu" y la "carne"" (DeV, 55).

La lucha humana causada por el pecado

El origen de estas tendencias conflictivas es el pecado y el remedio está en la potencia del Espíritu. El pecado causa una lucha constante en la profundidad del alma humana porque existe en el mundo. Esta lucha "de hecho, perteneciente a la herencia del pecado, es su consecuencia y, al mismo tiempo, una demostración de su existencia.  Esta lucha hace parte de la experiencia cotidiana" (DeV, 55). Entendido en dicho sentido, el pecado posee una propia vida fuera de los seres humanos, compuesta por fuerzas y estructuras que se introducen en la condición humana. En la Sollicitudo rei socialis, el Santo Padre utiliza el concepto de "estructuras del pecado", para indicar en qué modo los efectos del pecado pueden conducir a un posterior comportamiento pecaminoso. "Si la situación de hoy debe atribuirse a las dificultades de diversa índole, no está fuera de lugar hablar de "estructuras del pecado", que - como se ha afirmado en la Exhortación apostólica Reconciliatio et Pænitentia - radican en el pecado personal y, por lo tanto, están siempre relacionados a los actos concretos de las personas, que las introducen, las consolidan y las hacen difíciles de remover. Y, de esta manera, éstas se refuerzan, se difunden y se vuelven fuentes de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres" (SRSoc, 36).
Esta manifestación exterior de la presencia del pecado en el mundo, existe en todas las generaciones y prospera en el terreno de la cultura, la sociedad, los credos y los valores humanos. Cada generación elabora sus propios sistemas de credo y de comportamiento, basados en el egoísmo y en la rebelión contra el Espíritu de Dios. Actualmente, Juan Pablo II ve la "máxima expresión" de este "materialismo, tanto en su forma teórica - a modo de sistema de pensamiento - como en su forma práctica - a modo de método de lectura y evaluación de los hechos y como programa, además, de conducta correspondiente (DeV, 56). El materialismo niega la verdad espiritual y considera la realidad como "materia". En consecuencia, el objetivo de la vida humana se basa en la compra y en el control de todo lo que es material. No obstante, el Santo Padre presta especial atención a la expresión marxista del materialismo por su rechazo a la dimensión religiosa, siendo claro que muchas sociedades occidentales han sido golpeadas por otras formas de materialismo, basadas en la indiferencia o en el abandono del mundo del espíritu.
El mundo del pecado atrae esa tendencia que existe en nosotros y que Pablo llama "carne". Estos son "los deseos de la carne" (DeV, 56) y gradualmente crean en nosotros un estilo de vida "en la carne", de modo que, en efecto, "los que viven según la carne, van a lo que es la carne…" (Rom 8, 5). Es como si la mente, el corazón y los deseos expresados en los credos y en los valores, se fuesen poco a poco organizando según este particular estilo de vida. Esto último, genera ciertas consecuencias que san Pablo llama obras de la carne y que son "bien evidentes: fornicar, impunidad, libertinaje … borrachera, orgías y cosas similares. Son los pecados que se podrían definir "carnales", aunque si el apóstol aumenta otros: "enemistad, discordia, celos, desacuerdos, divisiones, facciones, envidias" (Gal 5, 19 - 21). Todo esto constituye la obra de la carne" (DeV, 55).
 Sin embargo, su consecuencia final es la muerte. En este caso la muerte es algo más que la muerte física. Es una muerte que se realiza en nosotros antes de la muerte física y continúa más allá de esta última. Cuando comenzamos a conducir una vida en conflicto con el modo con el cual hemos sido creados - a imagen y semejanza de Dios - además de vueltos a nacer, a la nueva vida conquistada por Cristo, nos volvemos alienados de la vida "verdaderamente" real. Esta muerte nos aleja de la creación y de la salvación y nos aprisiona en la tumba, que es el estilo de vida de la carne. "Pensar en las cosas de la carne nos conduce a la muerte…", de ahí el valor de la exhortación: "Si viven según la carne, ustedes morirán …" (DeV 55; Cf. Rom 8, 6 - 13).

La vida según el Espíritu y la verdadera vida humana

Una vida vivida según la carne, nos conduce a opciones moralmente malas y a una actitud cerrada hacia el Espíritu. El Santo Padre lo explica observando que la terminología paolina "trata las obras, o mejor dicho, las disposiciones estables - virtudes y vicios - como moralmente buenas o malas, porque son fruto de la subordinación (en el primer caso) o de la resistencia (en el segundo) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por esto, el Apóstol escribió: "Si vivimos por el Espíritu, también caminamos según el Espíritu" (DeV, 55).
Para terminar, una buena vida moral se basa en la apertura al Espíritu, de manera que, el espíritu humano pueda participar en la relación entre quien nos ha creado y el Espíritu Santo. Esta relación crea una aspiración del espíritu en nuestra humanidad que nos empuja hacia las estructuras de vida que provienen de Dios en la creación y en la salvación. Esta vida es participación en la creación, ya que nos conformamos siempre más en la imagen de Dios en nosotros. Es participación en la redención, ya que continuamos a vivir la realidad de ser una nueva creación en Cristo (Cf. 2 Cor 5).
La base de nuestras motivaciones y acciones es la "ley del Espíritu que dona la vida en Cristo Jesús" (Rom 8, 2; Cf. DeV, 60). Pudiéndose repetir «por esto, el Apóstol escribió: "Si vivimos por el Espíritu, también caminamos según el Espíritu"» (DeV, 55). Ahora los efectos de este tipo de comportamiento son evidentes como "frutos del espíritu" y, entre ellos, el amor, la alegría, la paciencia, la benevolencia, la bondad, la fidelidad, la apacibilidad, el dominio de si" (DeV, 55; Gal 5, 19 - 20). La consecuencia última de esto es la "vida": la abundancia de la vida prometida por el Evangelio. A este propósito el Santo Padre cita, una vez más a san Pablo: "Si, en cambio, con la ayuda del Espíritu hacen morir las obras del cuerpo, vivirán" (Rom 8, 13; DeV, 55). "Pensándolo bien, ésta es una exhortación a vivir en la verdad, es decir, según el dictaminen de la recta consciencia y, al mismo tiempo, es una profesión de fe en el Espíritu de verdad, como en Aquél que dona la vida" (DeV, 55).
Bibliografia
DeV Dominum et Vivificantem, Carta Encíclica del Sumo Pontífice, Juan Pablo II sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo. 18, mayo 1986.
SRSoc Sollicitudo rei socialis. A los obispos, sacerdotes, a las familias religiosas, a los hijos e hijas de la Iglesia y a todas las personas de buena voluntad, en el Vigésimo aniversario de la Populorum progressio.

Stuart C. Bate OMI
Profesor de Educación Religiosa y Ministerio Pastoral
St. Augustine College of South Africa
Johannesburg - Sudáfrica.



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